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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El bendito 1,3 %

Diego A. Manrique

Habrán seguido el alboroto causado por el estudio del sociólogo Sergio Andrés Cabello sobre la relación de los universitarios riojanos con el fenómeno musical. La noticia, publicada aquí el martes pasado, destacaba en su cabecera que el 72% de los estudiantes no conocía al grupo Wilco.

Me despego del pasmo general. Si la encuesta hubiera incluido la escucha de, digamos, Impossible Germany, sospecho que el porcentaje de los capaces de reconocer a Wilco se quedaría en una fracción infinitesimal. Prefiero quedarme con otro dato: solo un 1,3% compra discos regularmente.

Ni me asombra ni me indigna. Llevo demasiados años observando el consumo musical en España y la única constante es la indiferencia de la mayoría de los nativos. Recuerden: en los sesenta, solo salieron aquí dos elepés de Bob Dylan, John Wesley Harding y Nashville skyline, hermosos discos pero no exactamente sus obras maestras. Me van a objetar que si el franquismo y tal y cual, pero no me lo trago: algunas canciones habrían sido engullidas por la censura pero, de existir una demanda, habrían salido más referencias. Sencillamente, Dylan no gustaba y no vendía.

Alguien alegara que es un caso especial: en Discophon, empresa poseedora de los derechos de Dylan, abundaban los cenutrios. No cuela, pasaba lo mismo en compañías más extensas y profesionales. EMI Odeón tardó años en publicar los primeros elepés de Pink Floyd, luego uno de los fundamentos de su negocio. Los “cuatro locos a los que os gustan esos ruidos” se transformaron en masas.

Con todo, no cedo al pesimismo. Todo lo contrario. Esa minoría de melómanos españoles es actualmente más activista que nunca. Lo que en los ochenta se manifestaba en fanzines ahora se ha multiplicado en la Red: miles de blogs, páginas especializadas, foros... Con una industria discográfica bajo mínimos, unas radios acobardadas y unas instituciones sordas, el peso de la difusión musical recae en los fans. Desafiando trasnochadas normas de la propiedad intelectual, los aficionados construyen la memoria musical del país con esos videos que suben a YouTube, especialmente los que ilustran las canciones o se toman el trabajo de traducir letras en otras lenguas.

Son guerrilleros que combaten la insensibilidad de las televisiones hacia la música. Estábamos mal acostumbrados: en los tiempos de la televisión única, incluso en los años postreros de la dictadura, prosperaban los programas musicales especializados. Nos beneficiábamos de unos directivos —¡quién lo iba a decir!— más cultos que los presentes, que aceptaban atender a las minorías y asumían el compromiso de potenciar, aparte del cine, la creatividad musical del país.

Exigir hoy música a TVE es pura ingenuidad. Ese medio estatal perdió el alma cuando Felipe González estableció las reglas del juego de la televisión comercial y alentó el seguidismo en Prado del Rey. Y fue desarbolado definitivamente por Zapatero tras la brutal masacre del ERE y la renuncia a una financiación estable.

Lo único especialmente detestable es ese aire autosatisfecho de los altos cargos de TVE y sus padrinos políticos, que informan a los pobres tontos que protestan: “La cultura no funciona y, menos aún, la música”. Perdonen, no me hablen de dinero o del share: hagan una prospección, revisen lo que se hace en las televisiones públicas de países latinos a los que solemos mirar por encima del hombro. Hace unos días encontré una entrega del espacio Qué fue de tu vida, del Canal 7 argentino, dedicada a Charly García. 73 minutos de conversación tranquila, interrumpida por ráfagas de canciones. Presupuesto mínimo, calculo. Pero directamente inconcebible en nuestra TVE.

Al final de estudios como el realizado en la Universidad de La Rioja lo que se detecta es el hedor de algunos fantasmas de nuestra Transición. La carencia de proyecto en lo referente a la cultura popular. La cerrilidad de sus señorías y sus funcionarios. Esa ley del mínimo esfuerzo, ese desprecio por la excelencia, que nos lleva lenta pero inexorablemente hacia el Tercer Mundo.

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